*Por Lucho Fabbri, área masculinidades de Grow- género y trabajo
En medio de los anuncios sobre el desmantelamiento de las políticas DEI en corporaciones estadounidenses, Mark Zuckerberg, CEO de META, declaró que “una cosa es que queramos darle la bienvenida y generar un buen ambiente para cualquier persona, y otra cosa es decir, básicamente, que la masculinidad es mala”. Aunque también ha dicho otras tantas cosas polémicas y desafortunadas, hay un punto sumamente atendible en su planteo, que conecta con una sensación extendida entre muchos hombres.
El foco de los cuestionamientos no puede ser la masculinidad a secas, percibida por los hombres como parte constitutiva de su identidad y subjetividad, sino la construcción cultural de una masculinidad dañina, prescriptiva y restrictiva, por su exigencia de imponerse sobre las feminidades y diversidades a través del ejercicio de un rol dominante.
Esa masculinidad se traduce en normas sociales que afectan a los hombres que las hacen propias, aunque a un alto costo, frecuentemente invisible para ellos mismos y sus entornos. Los mandatos de autosuficiencia y no vulnerabilidad, por ejemplo, conducen a un déficit de autocuidado y cuidados de terceros, impactando en la desatención de la propia salud y bienestar, la naturalización de conductas de riesgo, la asociación del rol paterno con la autoridad y sostenimiento económico por sobre la proximidad y los afectos, etc. También resultan dañinas para aquellos hombres que, por diversos factores no logran -o no desean- encarnar ese “deber ser masculino”, y son discriminados en consecuencia.
Además, las normas sociales de género se institucionalizan en las políticas y normativas, en las prácticas y relaciones, configurando ambientes “masculinizados”, limitantes para quienes no logran asimilarse a las mismas. Como ejemplo de ello, en el marco de un taller que facilitamos desde Grow – género y trabajo, un grupo de hombres operarios nos decía respecto al desafío que enfrentaban ante la incorporación reciente de mujeres al equipo; “al principio es incómodo porque nos tenemos que cuidar en lo que decimos o hacemos, pero con el tiempo entramos en confianza y se vuelven UNO más”. Resulta interesante preguntarnos por el costo de asimilación que deben pagar las mujeres para ser incluidas en espacios hiper-masculinizados y si esta descripción cumple con el sentido de promover la inclusión y diversidad en los equipos.

Las resistencias o malestares de los hombres ante las iniciativas de diversidad, equidad e inclusión, no deberían ser excusa para desmantelar esta agenda. Por lo contrario, deben ser leídas como oportunidades de mejora, procurando estimular el involucramiento masculino de manera efectiva, a conciencia de que no se trata de un proceso simple ni armonioso.
Según Zuckerberg, la energía masculina añorada, aquella que las corporaciones deberían recuperar, representa una agresividad positiva para los negocios. Siempre que no se trate de una reivindicación de la violencia, sino del ímpetu y la determinación, podríamos conceder que una cuota de esa energía es necesaria. Pero no solo para los negocios, también para ejercer una posición activa y decidida en la construcción de espacios laborales inclusivos y libres de violencias, empezando por quienes tienen el poder de hacerlo. Considerando que el 85% de las posiciones en juntas directivas de empresas latinoamericanas está en manos de hombres (BID, 2021), existe una oportunidad de capitalizar positiva y constructivamente esa “energía”.
A todos aquellos hombres que hace tiempo reclaman su rol en la agenda de género y DEI, éste es el momento de convertirse en mejores aliados.