Milagro en Navidad
Ni bien comienza la entrevista Manuel aclara: “Mirá que yo no soy para nada religioso, ¿eh?”. Es evidente que para él resulta necesario, antes que nada, marcar límites de lo que cree y lo que no. Por eso, dejará constancia también de los fundamentos científicos que cuentan qué pasó con su amigo Sebastián aquel 24 de diciembre de 2016.
“Con Seba somos amigos de la infancia, en el grupo somos como veinte y durante todo ese tiempo que estuvo internado lo estuvimos bancando hasta que mejoró”, cuenta Manuel y en pocas palabras es capaz de hacer una síntesis de esa amistad que transcurrió años y momentos complicados. Sebastián es un muchacho joven, como Manu, que trabaja, tiene una familia que lo contiene, amigos que lo divierten y muchísimas cuestiones que resolver en su rutina. Resulta que un día Sebastián comenzó a sentirse mal, tan mal que debieron internarlo y al poco tiempo el cuadro empeoró de tal manera que los médicos no podían ni sabían revertir la situación. “Primero tuvo una infección en la cara, pero el tema es que desde un principio nadie sabía qué tenía. Los médicos no tenían diagnóstico y se puso cada vez peor”, cuenta Manuel, como relatando ese cuento de terror que nadie jamás quiere oír y que habla de la posibilidad de perder la vida o la de un ser querido de un día para el otro sin una razón evidente.
Los días pasaban y así como Sebastián empeoraba, los médicos tampoco tenían una respuesta para su familia, que igual aguardaba esperanzada al lado de su cama. Primero, estudios de rutina, después más específicos; al principio sala común, después cuidados intensivos. Sebastián pasó con velocidad imparable al peor de los cuadros y sin que nadie pudiera hacer nada presentó en pocas semanas una septicemia que parecía llevarse su vida de la manera más egoísta. “Estuvo como un mes y recuerdo que al último debieron inducirlo a un coma farmacológico con respirador”, cuenta Manuel, testigo cotidiano de aquellos días de su amigo en el hospital, que sin hacerse eco de que el año estaba terminando, iba y venía, al igual que su familia junto a otros compañeros, haciendo el famoso aguante. Para Manuel, era imposible no sufrir acompañando la agonía de Sebastián y relata con angustia, a casi un año de lo ocurrido, que las jornadas pasaban sin encontrar un norte preciso para entender qué estaba pasando. “Los médicos no sabían qué era e incluso otros amigos que vienen de la medicina veían como un hecho que no viviría más”, apunta, al tiempo que pasa lista de los medicamentos que probaban inútilmente para mejorar el estado de Sebastián. Y así trascurrieron las semanas, hasta que llegó el 24 de diciembre.
¿Puede una fecha en el calendario cambiar para siempre el destino de una persona? ¿Es probable que dos números en un mes determinado sean los que marcan si creer o no creer en un milagro? Cuenta Manuel que esa noche, mientras otros festejaban en sus casas, ellos estaban llorando lo que serían las últimas horas de vida de Sebastián. “Después de las 12 fuimos entrando para saludarlo, ahí pensé realmente que se iba a morir”, recuerda, pausado, haciendo apenas una inflexión en el relato para contar lo que pasó, eso que ahora puede especificar, pero en ese momento no supo a qué adjudicar. “Si vos me preguntás, te puedo decir lo que pasó después, pero en ese momento no sé qué pasó. El tema es que después de esa Navidad, cuando todos fuimos a despedirlo, al otro día empezó a mejorar. Muchos lo adjudicaron a un milagro y es cierto que su madre hizo una cadena de oración que iba de Ushuaia a La Quiaca más o menos, pero no sé, fue increíble”. ¿Los milagros siguen siendo milagros cuando pueden explicarse? ¿O son milagros solo en el momento en que ocurren? Manuel detalla ahora, cuando ya todo pasó, que Sebastián tuvo una enfermedad que se describe como síndrome de Still, que se da rara vez en los adultos y que es de naturaleza autoinmune. “Esa noche –cuenta Manuel– le metieron una batería de medicamentos y por primera vez corticoides y eso fue lo que provocó la mejoría”. Está claro que quiere dejar por sentado que hay una explicación para todo y que esos corticoides puestos en el momento oportuno son la razón por la que Sebastián hoy siga disfrutando la vida. Sin embargo, aún con todas las explicaciones en mano, hay algo que Manuel, el que no cree, todavía no puede detallar. “Yo lo vi esa noche, estaba muy mal, debería estar muerto. De hecho, ese mismo año hubo otros cuadros similares y solo él se salvó. Yo estaba ahí, los médicos estaban desorientados. No sé, algo hay… tiene que ver con la energía que se siente. El estar todos ahí, peleándola, amigos, familia, es mucha gente pensando en vos. Será algo físico, no sé, pero él lo sintió”.
Algunos viven creyendo y otros, en cambio, temen creer. Pues creer siempre implica soltar esa parte del destino que no podemos controlar, implica saber, en algún punto, que estamos solo de paso. “A partir de lo que pasó, todos en el grupo tuvimos un aprendizaje: nos dimos cuenta de que vivimos al palo. Vimos la muerte tan de cerca, vimos que en cualquier momento se baja el telón y entendimos que la vida pasa por otro lado. Ahora quiero escribir, hacer música y no comerme mi día trabajando. Creo que esa fue un poco la enseñanza: lo frágil que es todo y cómo se puede perder”, confiesa Manuel.