En Navidad, tiempo que se renueva la esperanza, te contamos cuatro historias cruzadas por la fe, el coraje y el amor. Relatos de familias y amigos que vivieron situaciones dramáticas y angustiantes, pero que igualmente sintieron que la vida los ponía en un lugar y momento determinados para volver a creer.
Por Florencia Vercellone
Creer es no ver
La historia de Julia es una historia de fe. Un relato que se relaciona una y otra vez con confiar en que todo estará mejor, incluso cuando pocos son los indicios que tenemos para verlo de esa manera.
Julia es una beba de 1 año y ocho meses, que me recibe en su casa corriendo a su perra con collar rojo que, a la vez, la persigue a ella en un juego interminable. “Así es siempre”, me dice su mamá y me invita a entrar a su casa, a lo que Julia reacciona con un llanto. “Es que a ella le gusta estar afuera”, dice su mamá y trata de calmarla invitándola a seguir jugando al aire libre en el patio, ese patio que hace unos meses fue escenario de aquel día que podría haber sido fatal. “¿Y no quedó con miedo de salir al patio?”, pregunto con mi adulta ignorancia. “No, ella nunca tiene miedo”, responde Paula. Julia, entonces, corre por el patio mientras Paula comienza a recordar. “Ese día Julia estaba jugando con la perra y entre las dos hicieron un hueco entre la pared y el cerco de seguridad y se cayó. La niñera la encontró flotando en la pileta. La sacó y salió a los gritos a la vereda buscando que alguien la ayudara. Era un viernes helado, gracias a Dios, porque la salvó el frío que hizo que se autoanestesiara el cuerpo, según me explicaron”.
Paula narra a través de frases cortas, puntuales, como enlazando una historia que hasta el día de hoy no puede organizar bien en su cabeza. A veces, la vida nos da un cachetazo en segundos, pero –como le pasó a Paula– reaccionamos como si supiéramos exactamente qué hacer. Paula vuelve al relato de ese día y cuenta lo que le contaron: que Julia fue llevada sin signos vitales al hospital por un desconocido y que nadie se animaba a llamarla para avisarle. “No sabían qué decirme. Yo justo volvía del trabajo y atendí a una persona que me decía que fuera al Privado porque Julia se había caído a la pileta. Pero pensé que solo se había golpeado. Cuando llegué, estaban todos llorando: mis vecinos, los médicos, y la niñera estaba desmayada. Solo pude ver a mi bebé con una panza muy inflada”. Paula sigue narrando los hechos y a medida que lo hace, Julia vuelve del patio y pide atención. Se nota que el contacto con ella es lo único que la calma, por eso, la alza y la pone a dibujar. “Llegué al hospital, pero nadie me decía nada. A las tres horas, un médico salió y me dijo que Julia había llegado clínicamente muerta, con 30 grados y sin pulso, pero que había reaccionado y su corazón había comenzado a latir, aunque lentamente”.
Paula cuenta todo sin derramar una lágrima, repitiendo la reacción que tuvo cuando el médico le daba ese diagnóstico, en tanto que quienes la acompañaban se desmayaban a su lado. “No sé qué me pasó, me ‘empastilló’ el cielo. Quizás tuve la inconsciencia que hace falta para pasar un momento así. Es que cuando la llevaban a terapia intensiva, yo vi que abrió los ojos. En realidad, no sé si fue así o lo imaginé, pero yo lo vi. Y ahí sentí que si ella se iba, yo me iba con ella, no sé, tal vez por esa relación mamá-bebé de ser una sola. Y sentí que si yo estaba parada, ella también estaba bien”. Paula supo mucho después todo lo que había ocurrido puertas adentro del cuarto de reanimación y los diagnósticos oscuros que giraban en torno a lo que podría pasar luego de que una beba de un año estuviera clínicamente muerta por tanto tiempo. “Después me enteré que el protocolo de reanimación es de 30 minutos y a ella la reanimaron tres horas”, explica y me muestra como testimonio de eso que aún no puede creer la copia de la historia clínica donde está especificada con terminología científica la muerte que no fue.
Cultivar la fe no es tarea sencilla. Implica paciencia, respeto, aceptación y, sobre todo, voluntad. Uno elige creer en algo, en alguien, sin poder ver aquello que creemos. El destino,
Dios o las energías cósmicas le mostraron a Paula ese día lo que todavía no sabía de lo que era capaz. “Yo soy creyente, pero allí me di cuenta de que la fe es creer en algo que no vemos. Los médicos me explicaban todo lo que podía pasar, pero yo elegía escuchar la parte buena, siempre decía que nos iba bien porque el diagnóstico era esperanzador. Nadie me entendía, pensaban que no era consciente de lo que estaba pensando. Pero para mí era aferrarse a lo que teníamos”, confiesa tranquila Paula y apunta la otra parte fundamental: entender que los hechos siempre tienen una razón de ser por encima de la que nosotros pensamos. “Todo fue raro porque estaban los que no tenían que estar. Desde el vecino que la llevó, que justo fue a casa por un olvido, hasta el neurólogo que estaba haciendo una guardia a pedido. Parecía que alguien había armado todo. Incluso su pediatra, que es de otra clínica, me dijo: ‘Si Dios te quiso armar un equipo para salvar a Julia, te armó el Barcelona’”.
Luego de reaccionar, lo puntual era ver cómo respondía el cuerpo de Julia. Desde secuelas neurológicas hasta dificultades físicas, las imposibilidades y discapacidades que podría tener en un futuro eran muchas. Sin embargo, tras despertar, la beba no solo comenzó a respirar naturalmente, sino que buscaba a su mamá. “La evolución fue increíble también, los médicos tampoco se lo explican”, dice. Al verla, cuesta entender que esa niña es la misma que hace apenas cinco meses estaba luchando por su vida. “Los médicos no saben si fue un milagro de Dios o un milagro médico. Para mí fue un milagro de Dios en manos de los médicos“, sostiene.
Es increíble lo que la fe puede lograr y no solo le cuesta creerlo a uno desde afuera, sino a quien lo vive en carne propia. “En el último control con el neurólogo, tomé conciencia de lo que había pasado. Allí me acordé de la primera vez que había ido y me agarró miedo cuatro meses después. Fue el peor momento de mi vida, pero me sirvió para ver que existe mucha gente buena que aparece en ese momento. Rezaron todos y de todos los credos, incluso fueron los papas de Nicolás, del milagro de Brochero. Por supuesto que flaqueaba, soy una mujer común, y le rezaba a la Virgen para que no me hiciera esperar y me entendió”. Dolor, angustia, ahogo, Paula pasó por muchas emociones. No obstante, también aprendió lección: “Entendí que en un minuto la vida puede cambiar. Ese sábado que estaba en el hospital esperando a que Julia respirara tendría que haber estado en un campeonato de hockey con mi hija mayor. Un día antes pensaba que iba a perder toda una mañana en un campo con viento y frío y después me di cuenta de que lo mejor que me podría haber pasado era haber estado viendo a mi hija jugar al hockey en el medio del viento”.