Desde su mirada, Anabel, Máximo y su pequeño hijo Martino nos invitan a viajar por terreno cubano. Una bitácora de viaje que recrea la identidad de este país caribeño colmado de riqueza natural, cultural e histórica.
Cuando planificamos nuestras vacaciones en familia, teníamos un norte definido: conocer un lugar del Caribe con playas de arenas blancas y aguas calmas y transparentes. A la pretensión de belleza natural sumamos otra: un destino que fuera atractivo por su cultura e historia. La respuesta tenía ritmo de son y olor a habano: Cuba.
Nuestra primera parada fue ambiciosa: desembarcamos en “la reina” de las playas cubanas, Varadero. Con una pluralidad de peces y corales que convierten sus aguas en un arco iris, sumergirse en ese mar invita ineludiblemente a la práctica del snorkel y el buceo para contemplar y confirmar el motivo de su popularidad.
No solo la playa se destaca en Varadero, sino también su pintoresco pueblo. Allí, a la luz del atardecer, la visita recomendada es la feria de artesanías. A cada paso se descubren las raíces aborígenes del país caribeño. De esa historia dan fe sus innumerables e indescifrables pictografías en el marco de un museo donde se expone una reliquia que conmueve: los restos de uno de los aborígenes que, estiman, existieron entre los años 500 a. C. y 500 de nuestra era.
Después de ese “amor a primera vista” por las tierras cubanas, nuestro segundo destino fue Cayo Santa María, considerado el segundo lugar turístico después de Varadero. También aquí se veía lo que nos llevó a elegir este país: arenas blancas y finas, relajante agua calma y transparente. La caminata por esas arenas o el reposo al sol fueron la excusa perfecta para contemplar un paisaje de cuadro. Otras actividades nos permitieron de igual forma disfrutar de ese pintoresco panorama desde diferentes perspectivas: kayak, paseo en velero, clases de baile en la playa, botes a pedal, buceo y snorkel, fueron algunas de las opciones disponibles.
Cayo es famoso por tener grandes cadenas de hoteles. Históricamente fue un lugar que cobijó la esperanza de los pescadores y cuenta con una atmósfera de leyendas y misterios vinculados a ellos, en las que se conjugan el amor y la piratería. Uno de estos relatos es el presunto enterramiento, en alguna de sus playas, del tesoro de Mazzarelli y Tambasco, temerarios piratas del siglo XVIII.
Con el horizonte de esos dos destinos como marco, nuestro más gratificante e inolvidable plan fue observar cómo nuestro hijo, Martino —que está a punto de cumplir los cuatro años―, aprendía a hacer snorkel acompañado por su papá, Máximo. Su genuina motivación fue nuestra mayor gratitud: sus ojos de infante, asombrados, descubrían un paisaje absolutamente nuevo donde la belleza marina quedaba reflejada en los más diversos peces y corales.
Después de un largo día de playa, nos preparamos para disfrutar de la variedad de cócteles, snacks y entretenimientos a elección. Entre el abanico de opciones hubo un particular aroma y sabor que nos cautivó: el del café cubano. Esa experiencia gastronómica frente al sonido del mar y bajo el cielo caribeño fue otro momento memorable.
Al cerrar el día, nos encontramos con grandes bufetes que ofrecían variedades de platos regionales. Esto no era lo único: del mismo modo se distinguían los restaurantes temáticos como el mexicano, el italiano, el francés, entre otros.
El “broche de oro” venía con los espectáculos para niños y/o adultos. Momento de ocio que acompañamos con un rico y tradicional trago: ¡el “verdadero” mojito cubano!
La conjunción de lugares y experiencias tuvo un resultado inevitable: la posibilidad de convivir con inagotable felicidad mientras descubríamos el terreno caribeño. Pero esa tierra es también su gente, que enriqueció nuestro viaje. Además, merece un capítulo aparte la amabilidad, educación y predisposición que siempre tuvo el personal de los hoteles donde nos alojamos.
El cierre de nuestro tour familiar estuvo marcado por un clásico: la ciudad de La Habana. Incalculables lugares dan cuenta de su protagonismo histórico y otorgan vida a un montón de historias. Tal como lo esperábamos, durante el recorrido inicial nos acompañó la admiración. Los motivos sobran: la arquitectura, sus pintorescos coches antiguos y su imponente Malecón habanero que mira al mar Caribe, cuenta con un recorrido de 8 kilómetros por la costa y es uno de los lugares más bellos de la ciudad.
En ese recorrido se descubre a “la Cuba profunda”. Antiguas casonas reconvertidas en pequeños hoteles y restaurantes son conservadas con desvelo e imprimen a la capital la foto que la caracteriza con sus coloridas fachadas y sus balcones colmados de flores. Con esa imagen conviven también edificaciones abandonadas, al borde de desplomarse, y en esa unión está el espíritu de la belleza cubana: la mixtura entre lo antiguo y lo contemporáneo que deja una nostálgica postal.
La identidad de La Habana explica por qué es la capital de los cubanos: en cada vuelta de esquina se destaca el patriotismo, con su arquitectura o con sus relatos, a través de sus próceres históricos, alegoría de la historia cultural propia y mundial. Un ejemplo de ello son La Plaza de La Revolución, El Capitolio, El Castillo del Morro, entre otros lugares.
En esta breve bitácora de viaje están plasmadas dos semanas familiares de placer, relax y aventura conociendo una cultura distinta a la nuestra, con días soleados que dejaron no solo huellas en la arena, sino también en nuestras vidas. Esto nos hace pensar que es un viaje para repetir y recomendar.
Nos trajimos un recuerdo muy lindo de Cuba, por sus playas, su historia, su gente y su atención. También compartimos con nuestros afectos locales algo de lo que fue el viaje, ya que las valijas llegaron a este sur del mundo con aroma a habanos y botellas de ron por destapar.
¡Hasta siempre, Cuba! ¡Volveremos!