Ser madre es el rol más maravilloso y difícil que nos toca vivenciar a quienes elegimos
serlo. Nos conmueve, nos transforma, nos lleva al límite.
Las mujeres que somos madres, estamos atravesadas por sentimientos diversos que
tienen base en el amor infinito que generan nuestros hijos.
Quienes somos madres y además trabajadoras fuera del ámbito doméstico, hacemos
malabares. Corremos al ritmo imparable del reloj entre tacos, ojeras, papeles con
cuentas, crayones y tareas de escuela. Corremos. Corremos dejándonos para después.
Corremos sin poder dejar de pensar en ellos ni de preguntarnos si estamos haciendo
las cosas bien. Y es en este punto en el que las respuestas que generamos suelen estar
teñidas de culpa.
La culpa es casi inherente a la condición materna. Nos sentimos culpables de que el
tiempo compartido es reducido, de que la disponibilidad de energía y paciencia para
dedicarles también lo es. Los vemos dormir, nos preguntamos en qué momento
crecieron tan rápido y nos planteamos si los estamos disfrutando lo suficiente.
En este punto creo que es fundamental que podamos identificar la diferencia clave que
existe entre cantidad y calidad de tiempo compartido con nuestros hijos.
Es posible pasar muchas horas con ellos pero si no nos sentimos plenas, realizadas y
felices, la calidad de nuestra presencia será baja y la percepción de los chicos, acorde.
Muchos niños o adolescentes se sienten muy solos aunque sus mamás estén en casa
permanentemente.
Por otro lado, hay mamás que trabajan muchas horas fuera pero al regresar, pueden
ponerle pausa a todo y a todos, para lograr conectar profundamente y afectivamente
con sus hijos.
Existen situaciones en las que cantidad y calidad de tiempo son elevadas y otras en las
que ambas variables son muy pobres. La clave está en que no hay recetas mágicas, ni
fórmulas que sean válidas para dos mamás del mismo modo. Cada familia, cada vínculo
madre e hijo es único e irrepetible y en función de eso, requiere una mirada particular.
Por último, estoy segura de que lo que convierte en buena mamá a una mujer no es
hacer todo bien, ni seguir manuales a rajatabla. Lo que nos vuelve buenas madres es la
capacidad de mirar a nuestros enanos, preguntarnos y repreguntarnos
constantemente cómo estamos construyendo nuestro rol y nuestra tarea cotidiana. Lo
que nos hace buenas madres es sabernos imperfectas y buscar todos los días los
recursos internos y externos que sean necesarios para convertirnos en la mejor
versión de nosotras mismas, para ellos.
Sentite orgullosa, mamá.
Por María Eugenia Bruno